La noche aquella en que todo cambió
Sé que a los más jóvenes les resultará increíble (más que nada porque no lo vivieron) pero puedo asegurarles que hubo un tiempo en que la Copa del Rey (o de quien fuera) de baloncesto se disputaba con ese mismo sempiterno formato de la Copa del Rey de fútbol: interminables eliminatorias a doble partido entre equipos de categorías muy diferentes, total para que la Final la acabaran disputando (y ganando) casi siempre los mismos. No, los más jóvenes difícilmente podrán creer que hubo un tiempo en que el Madrid, y en mucha menor medida el Barça y la Penya, lo ganaban todo, y cuando digo todo quiero decir todo. Es decir, no ya que ganaran todos los títulos (que en eso tampoco hemos cambiado tanto, si acaso donde pone Penya ponga Baskonia y pare usted de contar) sino que ganaban prácticamente todos los partidos (excepto cuando se enfrentaban entre sí, por razones obvias). Sí, créanselo, hubo un tiempo en nuestro baloncesto en el que las sorpresas eran aún mucho menos probables que en la actual liga de fútbol, por asombroso que hoy nos pueda parecer...
Y aún más increíble les resultará saber que hubo un tiempo en el que nuestra Liga ACB, esa misma ACB anquilosada y esclerótica que conocemos hoy en día, estaba literalmente a la vanguardia en lo que a innovación deportiva se refiere. En aquel entonces todas las competiciones de clubes se disputaban (languidecían, más bien) en el seno federativo, era sencillamente impensable a nivel europeo que alguien osara romper el molde, que un grupo de clubes decidieran asociarse y montarse su propia liga a espaldas de su federación. Y sin embargo hubo unos cuantos que vieron antes que nadie que aquello se moría, que aquella División de Honor tal como estaba concebida no tenía ya sentido, que era el momento de importar otros conceptos con los que aprovechar a nivel de clubes el boom que estaba propiciando la selección. No fue reforma sino ruptura, costó llanto y crujir de dientes pero de alguna manera abrió un camino por el que tiempo después fueron transitando casi todos los demás. La Liga de Fútbol Profesional, la ASOBAL, tantas otras (incluso la Euroliga a nivel continental, aunque para eso ya tuvieran que pasar casi dos décadas) lo tuvieron mucho más fácil (o al menos no tan difícil) porque se encontraron ya la puerta del baloncesto abierta, ya tenían un precedente al que poderse agarrar.
Pero con eso no bastaba, hacía falta algo más que diera sentido a todo aquello, nuevas ideas que generaran competitividad y espectáculo, que nos permitieran recuperar la ilusión por esta competición: por ejemplo el segundo extranjero (y piénsese que en aquel entonces todos los demás jugadores eran nacionales porque aún no se había inventado la Ley Bosman, piénsese que los equipos grandes tenían ya un segundo extranjero para sus competiciones europeas... todo lo cual no impidió que nos echáramos las manos a la cabeza, cielo santo, qué va a pasar ahora con nuestro baloncesto, qué va a ser de nuestra selección, la ruina del jugador nacional, el acabose...); o por ejemplo los playoffs (y aquello ya parecía el fin del mundo, dos eternos rivales que se odian a muerte enfrentándose entre sí varias veces seguidas, qué desastre, eso nunca puede acabar bien... Meses más tarde Itu y Mike Davis casi se empeñaron en darles la razón); o por ejemplo un nuevo y revolucionario formato para la Copa del Rey.
Y no hará falta que les diga que al principio casi nadie lo entendió. Si hoy treinta años después algunos todavía no han entendido los playoffs, como para esperar que les entrara por los ojos de inmediato una copa que no era copa, o no era lo que toda la vida nos habíamos acostumbrado a llamar copa: pero esto qué es, la copa no es así, la copa es una sucesión de eliminatorias a doble partido como dios manda y como se ha hecho toda la vida de dios, qué es esto de que se la jueguen los cuatro mejores porque sí, así sin más, la copa hay que ganársela, el Barça contra el Breogán, la Penya contra el Canoe, el Madrid contra el Náutico de Tenerife, la ida ya les metemos de cincuenta y la vuelta se tiene que jugar sí o sí aunque no le importe a nadie, eso en el supuesto de que la ida le hubiera importado también a alguien; y encima ponen ustedes las seminales y la final en la misma sede en apenas dos días, allí todos juntitos, cuatro equipos odiándose en el mismo hotel, cuatro aficiones tirándose los trastos a la cabeza en el mismo pabellón, pero qué hacen, están ustedes locos... Hoy todo esto nos puede parecer ridículo (entre otras cosas porque lo era) pero permítanme que les recuerde que nuestro deporte es tradicionalmente inmovilista, por definición: durante estos años les he escuchado a los aficionados al fútbol quejarse en repetidas ocasiones de la ruina que representaba su sistema de copa, durante estos años les he sugerido unas cuantas veces que tal vez deberían adoptar un sistema similar al baloncesto... Y créanme, no es ya que no quieran oír hablar del tema sino que algunos hasta se hacen cruces (metafóricamente) como si les estuvieras planteando un anatema, una auténtica aberración. Allá ellos, es su problema, sigamos con lo nuestro.
Lo nuestro tomó forma el último día de noviembre y el primero de diciembre del año de gracia de 1983, temporada 1983/84. En Zaragoza se dieron cita los tres de siempre y el CAI, valor emergente (sólo emergente todavía) gracias al espíritu emprendedor de un sujeto llamado José Luis Rubio, precisamente uno de aquellos visionarios de los que antes les hablaba, otro más que entendió que para que nuestro deporte subsistiera había que darle la vuelta como un calcetín. No les voy a engañar, han pasado casi treinta años, apenas tengo ningún recuerdo (y decir apenas es decir mucho) de las dos semifinales, la que el Barça le ganó al Madrid y la que el CAI ganó al Joventut, de hecho es más que probable que ni siquiera se televisaran por aquel entonces. Y sin embargo, aún a pesar del tiempo transcurrido, conservo aún (aparentemente) fresco en mi memoria el recuerdo que aquella inolvidable (nunca mejor dicho) Final. Pero como la memoria es traicionera he preferido recurrir a las posibilidades que hoy nos ofrece la tecnología y la he vuelto a ver, enterita, la otra tarde: para confirmar mis sensaciones, para volver a vivir aquellas emociones, para reencontrarme con dos tipos que hoy desgraciadamente ya no están en este mundo pero que aquella noche acaso fueran los principales culpables de que la historia de repente se nos volviera del revés.
Kevin Magee, hombre crucial en esta historia. Sigan leyendo...
Hay personas que pueden estar toda una vida a tu alrededor sin ser capaces de dejar ninguna huella, y en cambio hay otras que con sólo unos meses te dejan ya una huella para toda la vida. Gran parte de lo que ha llegado a ser el baloncesto argentino en todos estos años tiene mucho que ver con un tipo irrepetible e inclasificable llamado León Najnúdel, si no se lo creen les aconsejo encarecidamente que acudan al magnífico artículo recopilatorio de Roberto Arrillaga que cierra el número 3 de Cuadernos de Básket y podrán comprobarlo con sus propios ojos. Najnúdel dejó una huella imborrable en su país durante más de dos décadas pero nos regaló también un año, un solo año en el nuestro, aquella temporada 1983/84 en la que José Luis Rubio se lo trajo para dirigir su CAI. Personaje fascinante, auténtico filósofo del baloncesto y de la vida, el mero hecho de leer las entrevistas que le hacían ya te rompía los esquemas porque no se parecía en nada a aquello que acostumbrábamos a gastarnos por aquí: destrascendentalizaba (vaya verbo) el juego, contra los ataques de importancia de sus colegas él se manejaba con una tranquilidad pasmosa, sin más complicaciones tácticas que las estrictamente necesarias, poniendo siempre menos énfasis en los sistemas que en los jugadores. Una leucemia se lo llevó por delante en 1998, con apenas 57 años. A él le privó de conocer los éxitos de su generación dorada, a nosotros nos privó de seguir disfrutando de su carisma y su inmenso amor por este juego durante unas pocas décadas más.
Najnúdel fue providencial pero no lo fue menos (si bien de una manera muy distinta) Kevin Magee, convertido de la noche a la mañana en el líder de un equipo al que había llegado apenas tres meses antes. Mi memoria (frágil, traicionera, ya se lo dije) me lo mostraba festejando encaramado a la mesa de anotadores pero aquello lo debí soñar, o tal vez no pero ahora no he encontrado ninguna imagen que respalde aquel recuerdo; tan solo aquellas otras que se grabaron nada más acabar el partido y en las que aparece levantado a hombros por la multitud, aporreando con saña un bombo que resultó ser el de Manolo (el del bombo, que será que por aquel entonces todavía se bajaba de vez en cuando al baloncesto). Aquel año en el CAI le sirvió de trampolín para labrarse una magnífica carrera en el Maccabi, luego volvió otra vez al CAI (que acaso ya ni se llamara CAI siquiera) pero ya no era el mismo, ni de lejos. Más tarde le perdimos la pista y ya no volvimos a encontrarla hasta aquel 23 de octubre de 2003 en que una breve reseña nos habló de su fatal accidente en Los Ángeles. Ojalá nunca la hubiéramos encontrado.
Pero fueron más, fueron todos, fue también Jimmy Allen al lado de Magee, fueron los hermanos Arcega (interesante aquella precisión del añorado Héctor Quiroga en su narración, recordamos que en el CAI Zaragoza hay dos hermanos, del mismo apellido por supuesto), fueron Manel Bosch, Charly López Rodríguez, incluso Indio Díaz, poca cosa en principio para plantar cara al aparatoso portaaviones blaugrana, Solozábal, Epi, Sibilio, Mike Davis, Marcellus Starks, Juanito de la Cruz... (no sé por qué pongo puntos suspensivos si en realidad sólo jugaron esos seis, y De la Cruz porque los pívots titulares se metieron en problemas de faltas que si no ni eso; definitivamente eran otros tiempos). Nada parecía indicar que allí se fuera a romper ningún orden establecido, tanto menos cuando en el descanso el Barça ganaba de 9, cuando mediada la segunda mitad ganaba de 10, todo dios en aquel vetusto Palacio de Deportes de Zaragoza parecía tener asumido el desenlace... y entonces sucedió: aquel CAI que se vino arriba y acabó de remontar, aquel Barça que empezó a ponerse nervioso, aquel joven Pedro Barthe al que empezaron a aparecérsele en cadena casi todos sus fantasmas (si los árbitros se ponen así de severos con el Barcelona, y se pusieron ayer severos con el Joventut, y se pusieron severos el domingo pasado con el Hospitalet... ¡¡¡¿qué pasa?!!!)... 81-78, que habrían sido 79 si a la mesa en pleno desconcierto no se le hubiera pasado anotar un tiro libre postrero. Cuentan que el técnico barcelonista Antonio Serra se quejó amargamente al respecto, cuentan que Najnúdel respondió que Serra tiene razón, pero de ahí a pensar que con ese punto habría ganado el partido, es como pensar que yo, porque canto en la ducha, soy Carlos Gardel... La locura.
Kevin Magee (izquierda) lucha con Juan "Lagarto" De la Cruz (derecha)
Sí, sé que a los más jóvenes les resultará increíble (más que nada porque no lo vivieron) pero puedo asegurarles que aquello de alguna manera representó un antes y un después, un punto de inflexión en nuestro baloncesto. Lo fue para un CAI que a partir de ahí se nos convirtió en grande o al menos creyó serlo, que acaso vivió durante unos cuantos años por encima de sus posibilidades (¿dónde he oído yo esto antes?) y acabó pagándolo después. Pero lo fue también para nosotros como aficionados que a partir de aquella noche descubrimos que había otros mundos (pero estaban en éste), que también en nuestro deporte el pez grande se podía comer al chico y que existía incluso una competición creada a nuestra medida para que así fuera, esa Copa a la que hasta entonces jamás habíamos prestado la menor atención. Aquella noche nació la leyenda de una Copa convertida de repente en el bazar de las sorpresas, una leyenda alimentada en años posteriores por el propio CAI, el Estu, el TDK Manresa o incluso por aquel Cáceres que tras verse 18 arriba acabó padeciendo en sus propias carnes el miedo a ganar; una leyenda que acaso se nos haya ido cayendo por su propio peso en estas últimas temporadas (aunque esa también es otra historia) pero tanto da porque aún hoy, casi treinta años después, aún seguimos recibiendo esta competición con la ilusión del primer día. La que se nos quedó la noche aquella del 1 de diciembre de 1983, cuando por fin descubrimos que otro baloncesto era posible. Que no se nos olvide.
Kevin Magee (izquierda) y Mike Davis, en plena final
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José Díaz Tenorio en Twiiter: @Zaid5x5