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La hora de Paniagua: Cuando fuimos reyes

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La velocidad con la que los Kings de Sacramento están implosionando es sencillamente impresionante. Los dueños de la franquicia, los hermanos Maloof, tenían un acuerdo con la Liga NBA y con el gobierno local de la ciudad -cuya alcaldía está presidida por el exjugador Kevin Johnson, por cierto- para abandonar su cancha de juego actual, el Arco Arena, una instalación que se ha quedado obsoleta para los exigentes estándares de la NBA moderna. El pacto consistía en construir una nueva Arena, por el nada módico precio de 275 millones de dólares, extraídos en su mayoría del dinero de los contribuyentes. Pero eso no es especialmente doloroso para la mayoría de los ciudadanos de Sacramento. Esa nueva cancha, y los parkings y las concesiones que siempre añade una instalación así, permitirían a los Kings no solo adecuarse a la modernidad arquitectónica que demanda la Liga NBA sino, lo que es más importante, les permitiría quedarse en Sacramento.

Sin embargo los hermanos Maloof, cuyo nombre evoca irremediablemente a los de esas bandas de malvados forajidos que circulaban por el Lejano y Salvaje Oeste, se desdijeron de su acuerdo veinticuatro horas antes de una importante reunión de propietarios de clubes NBA que se celebró en Nueva York la semana pasada. Y con ese cambio de rumbo dinamitaron, tal vez de manera irreversible, cualquier posibilidad de que los Kings puedan sobrevivir en la ciudad.

Los hermanos Dalton, digo Maloof, hicieron algo que es anatema en la cultura empresarial estadounidense, tanto en mis tiempos como en los actuales, y no digamos ya en la cultura empresarial de la Fraternidad de Stern: faltar a su palabra. En los Estados Unidos, en el mundo de los negocios, y más aún en ciertos niveles de hermandad billonaria, basta un apretón de manos entre las partes para confirmar un acuerdo. No hace falta nada más. El papeleo se considera un daño colateral y queda siempre para los abogados y para los ejecutivos de segundo nivel. Pero la regla inviolable es que nunca, jamás, te puedes desdecir de un pacto verbal salvo . Por eso, cuando el señor Chris Thornberg, el economista que han contratado los Maloof, dijo que no había acuerdo y que el supuesto compromiso estaba técnicamente muerto, se abrieron los cielos y la tierra en la NBA. (Para mayor ironía macabra, he de decir que Míster Thornberg es nativo de la ciudad de Anaheim, un posible destino de los Kings si no siguen en Sacramento).

El Comisionado David Stern, visiblemente contrariado, dijo que el gobierno local de Sacramento había cumplido con su parte, pero que los Maloof habían "matado el acuerdo". Añadió, eso sí, que esa era su prerrogativa como propietarios. Pero Stern siempre es Stern y al mismo tiempo que concedía a los hermanos la facultad soberana para romper el trato, dejó igualmente muy claro que el traslado de la franquicia a otra ciudad no es una opción. En consecuencia, los Kings abrirán la temporada 2012-2013 en el vetusto Power Balance Pavilion. El Alcalde Kevin Johnson, por su parte, dijo que no habrá remodelación del actual pabellón –una idea también desechada por los Maloof en su momento- y que tanto su gobierno local como la gran mayoría de los ciudadanos de Sacramento, siguen dispuestos a que los Kings continúen en la capital de California durante muchos años.

La cruda realidad de toda esta ópera bufa es que los Maloof no tienen dinero. Ellos, sin embargo, lo niegan y aseguran que su salud financiera es excelente. Pero los hechos son contundentes: sus Kings tienen la nómina más baja de toda la NBA, incluyendo al entrenador y al resto del staff técnico y no han pagado la modesta –si consideramos la magnitud de la operación- comisión previa de apertura de obras de la nueva Arena, que es de algo más de 3 millones de dólares. Otro dato: el propio Mr. Stern admitió el otro día que, de los 75 millones que los hermanos tenían que poner en la operación, le han pedido prestados a la NBA 67; y aseguró que, además, la Liga acordó poner los otros 8 restantes por ellos. En resumen, los Maloof están más tiesos que la mojama, que diría mi amigo sevillano. Principalmente a causa de las cuantiosas pérdidas que han sufrido durante los últimos años en sus casinos de Las Vegas.

Para empeorar el panorama todavía un poco más, los Maloof dicen que no quieren vender el club, salvo en sus (disparatados) números: se dice que piden más de 450 millones por los Kings y argumentan que tampoco desean el traslado de la franquicia a otra ciudad.

El resumen es que la situación del Sacramento es de jaque mate virtual. La única posibilidad que tienen unos Maloof en quiebra es que los Kings sean rentables. Pero al retractarse del acuerdo para construir un nuevo pabellón, quebrando así fatalmente su relación con el ayuntamiento, con los aficionados, y probablemente con la NBA, estos "Dalton Brothers" modernos se han cargado cualquier opción de futuro de su club.

Es lógico pensar que, dada la situación, los Maloof no invertirán un solo dólar más del necesario en el equipo. En consecuencia, los Kings del futuro inmediato continuarán naufragando en la NBA. Tal vez sea un pensamiento algo maquiavélico, pero no descarto que eso es lo que la familia Maloof desea realmente: que la gente deje de ir a los partidos a apoyar al equipo y ellos puedan encontrar así la excusa necesaria para llevarse al club fuera de Sacramento. No es la primera vez, ni será la última, que el propietario de una franquicia deportiva norteamericana pone, él mismo, las cargas de dinamita necesarias para hacer volar su propio edificio y para justificar así una venta o una reubicación del club de su propiedad.

Me dan mucha pena los fans de Sacramento. Su lealtad al equipo durante estos últimos veintisiete años, tanto en tiempos de bonanza deportiva, pocos, como de travesía del desierto, la mayoría, ha sido inquebrantable. Los aficionados de los Kings son quizás el grupo más entusiasta, más divertido y más sonoro de todas las aficiones de la NBA. El Arco Arena, de hecho, siempre ha estado considerado como un auténtico fortín y como una de las canchas más difíciles para los rivales debido al grado de identificación de la grada con su equipo y a la manifiesta, y ruidosa, animadversión hacia el equipo rival.

Así que, salvo milagro, y las cosas no están para milagros en Sacramento, me temo que los Kings dejarán la ciudad más bien pronto que tarde. Los hermanos Maloof, no dudo que movidos por razones financieras imperativas, han quemado todos los puentes, absolutamente todos, y parece que ya no hay marcha atrás.

Sospecho que esta historia del Sacramento en Sacramento acabará como suelen acabar las tragedias de William Shakespeare: con lágrimas y un largo viaje. Pero la verdadera tragedia es que los Kings dejarán pronto de ser lo que siempre fueron: los reyes de la ciudad.

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Miguel Ángel Paniagua (publicado en GIGANTES)

Miguel Ángel Paniagua en Twitter: @pantxopaniagua

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