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Los ojos sin rostro



Fue en la Cinémathèque de Chaillot, hace muchos años. No es fácil de olvidar el frío que iban poniendo en mí los fotogramas en blanco y negro de Georges Franju. Ni la crueldad refinadísima de un guión de Boileau-Narcejac y Claude Sautet, donde la matemática glacial precipitaba un universo poético de intensidad insoportable. Les yeux sans visage, “Los ojos sin rostro”. Y el trágico deambular del prodigioso cirujano a la busca de una mujer joven a la cual debe arrebatar la cara que trasplantará a esa muchacha de máscara como de porcelana blanca, a la cual él desfiguró en un accidente y que es su hija. Todo es real. Ahora. Veo en la prensa las fotos del rostro trasplantado de una mujer que murió joven a otra desfigurada por los perros. No hay el dilema moral de Franju: robar rostro y vida a alguien para devolver a otra lo que le fuera injustamente arrebatado. Ni la poesía intolerable, que le venía al film, con toda precisión, de ese desgarro. Persevera el estupor. ¿Somos los mismos cuando nuestro rostro cambia?

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Todo es real. Ahora. Don Francisco Paesa estaba muerto. Así decía su certificado. Como muerto, se le hicieron misas. Como muerto, prescribieron sus cuentas con la justicia. Como muerto, el hombre al cual pagó Belloch, el hombre que sabía todo del GAL, de Roldán, de los pudrideros de Interior en los años González..., ese hombre queda metafísicamente exento de rendir cuentas a nadie. Todo es real. Las fotos, tomadas en el Boulevard Montparnasse hace unos pocos días, muestran el rostro de Francisco Paesa. A él, no. Él no existe. Legalmente. De nada habrá de responder ante los jueces. Sólo su rostro, tras las solapas del elegante abrigo gris, atraviesa, fugaz, fantasmales espacios parisinos y cheques al portador inimaginables. No son ojos sin rostro. Rostro, sólo. Sin alma, tras las gafas negras. Puede dormir en paz González.

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