Las serpientes han roto el cascarón
Quizá sea metáfora excesiva inaugurar blog hoy. Deliberadamente. Cuando el paréntesis de esto que llamamos diciembre abre su irrealidad que da siempre sobre el vacío. Acaba el año. Nuestro mundo, pienso que acabó ya. Hace mucho. Y la engañosa analogía de los ciclos cerrados, que fantasean los calendarios, apenas puede contener el peso de esta certeza. Queda pensarla. Si es que aún nos es posible pensar. No estoy nada seguro. El mundo se ha ido trocando en una previsible avalancha de imágenes repetidas. Se dicen evidentes. Y sólo son cegadoras. Y el que escribe nada tiene que hacer salvo mirar al resplandor y saberlo negrura. Reír de la ceguera, algunas veces. De la propia ceguera. Sobre todo. Ser otro del que escribe.
Crepúsculo. Y un bellísimo hallazgo de Francesco Guicciardini, que, quinientos años después, me acecha al dar vuelta a cada estupor diario, a cada ruido de cadenas. De cadenas.
“Tutte le città, tutti gli stati, tutti e’ regni sono mortali; ogni cosa o per natura o per accidente termina e finisce qualche volta. Però uno cittadino que si truova al fine della sua patria, non può tanto dolersi della disgrazia di quella e chiamarla mal fortunata, quanto della sua propria: perché alla patria è accaduto quello che a ogni modo aveva a accadere, ma disgrazia è stata di colui abattersi a nascere a quella età che aveva a essere tale infortunio”.
Es milagrosa la intemporalidad de los clásicos. Sólo ella nos salva de la insufrible vaciedad, tan turbia, de lo político. De los escuadristas con carnet de diputado. De quien, como Hitler en el 34, vela por su protección desde lo más alto. Del presente.
***
Lucrecio, el otro, abría así el libro II de su De rerum natura, uno de los no más de seis o siete imprescindibles en la universal biblioteca: Suave mari magno turbantibus aequora uentis, / e terra magnum alterius spectare laborem... “Dulce es, cuando sobre el vasto mar los vientos revuelven las olas, / contemplar desde tierra el penoso trabajo de otro”. Feliz, Lucrecio. Mas al rodar tumultuoso de las olas de estos días, nadie escapa. Somos presos todos, en este país, de un cataclismo primordial que amenaza arrastrarnos al fondo. Y una calma glacial nos sobrecoge. Como si cada uno quisiera convencerse de que con él, sólo con él, no va ese espanto. ***
Una partida de mamporreros, protegida por la impunidad que un mancillado carnet parlamentario daba a un Gauleiter (ERC, Achtung!) experto en violación de domicilio, asaltó ayer la sede de la COPE en Madrid: ¡Vivan las cadenas! Y el Presidente del Gobierno dio su respaldo a los dos diputados asaltantes, porque nunca, dijo se permitiría dudar del amor a la libertad de sus aliados políticos. Esto es, cada vez más, Berlín 1934. Tampoco esta vez parece que casi nadie sea consciente de lo que vendrá; de lo que ya ha venido. El nacional-socialismo crece así (no escribo creció, escribo crece): sobre la indolencia de una ciudadanía que dormita lentas digestiones en tibia madriguera que el televisor acuna. Para cuando despierten, será demasiado tarde. Y el dolor se habrá asentado. Y cualquier cosa que sea lo que venga luego, no podrá sino tener el áspero sabor de las grandes catástrofes. Y habrá que preguntarse: ¿por qué dejamos hacer, por qué suicida indolencia permitimos, abúlicos, que se llegara a esto…? Hubiera sido tan sencillo pararlo en seco en sus primeras horas. Cuando era sólo huevo esta serpiente que hoy nos estrangula. ¡Pero los huevos de serpiente tienen un aire tan inofensivo! Se diría que son sólo un bien lacado juguete para niños.***
Crepúsculo. Y un bellísimo hallazgo de Francesco Guicciardini, que, quinientos años después, me acecha al dar vuelta a cada estupor diario, a cada ruido de cadenas. De cadenas.
“Tutte le città, tutti gli stati, tutti e’ regni sono mortali; ogni cosa o per natura o per accidente termina e finisce qualche volta. Però uno cittadino que si truova al fine della sua patria, non può tanto dolersi della disgrazia di quella e chiamarla mal fortunata, quanto della sua propria: perché alla patria è accaduto quello che a ogni modo aveva a accadere, ma disgrazia è stata di colui abattersi a nascere a quella età che aveva a essere tale infortunio”.
Es milagrosa la intemporalidad de los clásicos. Sólo ella nos salva de la insufrible vaciedad, tan turbia, de lo político. De los escuadristas con carnet de diputado. De quien, como Hitler en el 34, vela por su protección desde lo más alto. Del presente.