Menú

Laboratorio del cava

Cambio de decoración. Como todos los años. Colmados y ultramarinos exhiben sus mejores galas hipercalóricas. E hiperetílicas. Yo, a la caza de un paquete de café, paso casi sin fijarme en ellas: con los años uno genera cegueras protectoras muy convenientes. Queda todo en un vago vértigo. Pero, esta vez, hay algo extraño. Me detengo en el pasillo del supermercado, arriesgándome a ser apisonado por una marabunta de carritos bamboleantes que propulsan dulces  ancianitas con modales de serial-killer. A la derecha, una barricada de cajas de la misma “sidra-champán, famosa en el mundo entero” que había quedado dormida en ni se sabe qué recodo de mis memorias de infancia en los cincuenta. Retornan las viejas tradiciones, me digo. Luego, me vuelvo a la izquierda: un muro, literalmente un muro, de botellas de cava. Con un rotundo cartelón, primorosamente rotulado a mano: “Cava de Cáceres”. Las amas de casa apuran su trasiego de compra para el fin de semana y me miran mal: ¿qué hará ese imbécil, parado en medio del tráfico? Y, la verdad, a mí, lo que se dice el cava es un brebaje que puede interesarme casi tanto como el calimocho (de vino blanco y gaseosa, of course). O sea, cero. Pero algo hay en esta mutación de colmados, ultramarinos y pequeños supermercados que se me hace fascinante. Como el síntoma de que un detonador primordial ha hecho clic en los usos y certidumbres de consumo, que son, al fin, lo más profundo, lo más inalterable, de las comunes vidas cotidianas. “Lo del cava” es un laboratorio. Todo confluye en él para trocarlo en experimento crítico: afecta a una liturgia consagrada, la del anual festejo navideño, y es transversal a casi todos los estratos de la población española. Lo que se juega en esa mutación de automatismos (del cava catalán al de Cáceres o al que sea) no es la cuantificable pérdida de ventas de unos en beneficio de los otros. Eso es algo menor. El envite tiene una muy otra envergadura: si este experimento muestra que tales automatismos pueden, sí, ser trastrocados limpiamente, ¿qué certidumbre quedará de que no sea trasplantado al plano crítico, el financiero? Si tan plácidamente resultan poder los ciudadanos alterar el blindado rito de sus cenas navideñas, ¿qué impedirá que acaben por acometer algo incomparablemente más sencillo: cambiar de entidad sus cuentas corrientes? No, nada es de verdad tan grave como un cambio de decorados.

Herramientas

0
comentarios