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Dante en Azcoitia

Dante olvidó una historia para el círculo más hondo de su Inferno. Ésta.

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Cada mañana, la mujer, al bajar a la calle, teme cruzar la mirada del hombre. Pero la mirada está siempre. Podría parecer una sonrisa. Y eso acentúa el escalofrío de la mujer que, al salir cada mañana, pasa delante del comercio que, en los bajos de su casa, adquirió ese hombre de apariencia sonriente; pero ella sabe que no es un sonrisa, es otra cosa. La mujer sabe que ese hombre, instalado en los bajos de la casa de ella, vive porque lo salvó de morir atropellado su marido, cuando era sólo un niño. Pero el marido no está. El niño se hizo grande. Hace veinticinco años, le reventó la cabeza de un balazo. El niño. Que se había hecho grande. Que esgrimía esas hueras mitologías patrias que permiten administrar el dolor ajeno sin coste moral alguno. El niño. Que purgó quince años de prisión por el asesinato del hombre que le salvó la vida y que fue marido de ésta que cruza, con algo que es leve llamar horror, su mirada cada día. Que eligió cambiar de oficio, al salir de la cárcel. Que buscó pacientemente el local justo debajo de donde aun vive lo que queda del hombre al cual destruyó: su viuda.

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Dante olvidó esta historia de infierno refinadísimo. Pero el infierno tiene un nombre: Azcoitia. Y el niño que dejó de serlo, Candido Azpiazu. Y el hombre al cual pudo asesinar porque una vez, hace muchos, muchos, años, le salvó la vida, tenía uno también: Ramón Baglietto. Tenía. La mujer que, cada día, al salir a la calle, repite el mismo infierno, ésa hace ya veinticinco años que no existe. Porque nadie sobrevive del todo a aquel al que ama.

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