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Prisionero

Para salir al campo [de batalla], Amaro se había puesto un calzón de seda y una camisa de lino. Otros le habían vendado las manos, los pies, las rodillas, la frente, el cuello y los hombros, con tiras de hilo y bandas de lana, protegiendo su cuerpo en los puntos en los que iría a descansar y deslizarse la armadura. Así había montado su caballo. Y una vez sobre la silla, le habían cubierto de metal de arriba abajo: la cabeza dentro de un bacinete cerrado, en el que apenas si era posible alzar una visera, calada con ventanillas verticales, justo a la altura de los ojos; los brazos envueltos cada uno por dos piezas completas, articuladas por una tercera, el codal; las manos tapadas por guanteletes, y las piernas enteras, cada una bajo un quijote, una rodillera y una greba, seguido todo por el escarpe en que encarcelaba los pies; la escarcela, como un tutú de hierro, alrededor del vientre y las caderas, seguida hacia arriba por el peto, cuya rigidez oprimía las costillas, y cuya endeblez hacía requisito del refuerzo del ristre para apoyar la lanza; el cogote atrapado por la gola y el cubrenuca, y los hombros exagerados por la bufa. Y añadidos la lanza, la espada, el escudo.

Ni casco ni bacín ni yelmo preservaban realmente el cráneo: un buen golpe hundía a la vez el metal y el hueso, y el metal en el hueso. Ni desde allí dentro se veía al que viniera a matar, velada la vista y sin poder girar la cabeza. Ni la lanza se podía sostener más de una embestida. Ni era fácil mover la espada con tal lastre en los músculos. Ni los escarpes hacían sencillo el apoyo en los estribos. Amaro estaba convencido de que, si se mantenía montado, saldría del campo, quizá salvo, quizá cojo, o manco, o tonto, pero vivo. Aunque había visto jinetes muertos, erguidos por obra del metal, devueltos a su ejército por caballos demasiado leales. En cambio, sabía que, si era despedido de la silla, moriría. Moriría como morían todos los desmontados: sin poder librarse de su armadura, encerrado en ella, sujeto al suelo por ella. Aun cuando no tuviese herida alguna que le impidiera moverse, en el caso de llevar ropas corrientes. No se quita uno el guantelete de hierro de una mano cuando tiene un guantelete en la otra. Ni se quita nada. Y el sol recalienta la armadura y la armadura quema y el hombre que está adentro se desmaya y se despierta, se desmaya y se despierta, y cada vez el despertar es peor, porque la carne se va en sudor y acaba por resecarse. Y si hay un hueso roto en el interior de la armadura, uno de esos huesos que, al romperse, asoman de piel afuera, la carne acaba por pudrirse. Porque en aquella época nadie volvía al terreno de la lucha para recoger a los caídos, y las agonías eran espantosas: agonías de sanos, de fuertes, presos en el cepo de su propia defensa. Había sido mejor el palo del primitivo. Iba a ser mejor la bala furtiva, veloz, finalmente piadosa, de lo que entonces era el porvenir.

En El otro mundo, Horacio y la literatura era esto. Y encima es amigo. http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=emoción. Sigo el sábado.

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Lecturas: Yendo y viniendo inquieto, impaciente de un tomo a otro, cansado, curioso, reteniendo segundos en los dedos sus finas hijas, las Obras de Camus.

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comentarios
1 Justivir, día

Vamos a meter un comentario, ¡qué caramba! Este crudo y crudelísimo retal de Horacio - a quien me precio de felicitar con frecuencia por sus fenomenales artículos - me ha recordado las apasionadas, distantes y escépticas descripciones del campo de batalla ("El Húsar" y los diferentes tomos de Alatriste) y de la sangre chorreando por los imbornales ("Cabo Trafalgar")tan acremente descritos por Pérez-Reverte.

2 vikinga, día

¡Madre mía, cuán cruel prisión! Nunca había considerado este aspecto tan agradable del noble oficio de la Caballería. Su armadura una celda que no los protegía de nada, yo preferiría ser paje... Justivir, menuda preguntita dejas al final del post anterior. Sinceramente no sé qué contestarte. Me imagino que la escenificación de la ofensa o de cualquier acto polémico, del motivo que sea, escandaliza más que la lectura, generalmente privada, del mismo. En cualquiera de los casos puedes cerrar o tirar el libro, o apagar la tele e irte de un teatro, pero la verdad es que la ofensa es la misma. No sé dónde está el limite para prohibir.