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El ángel de Janet Frame

¿Qué cosas nos hacen sentir seguros? ¿Para qué necesitamos la seguridad? ¿Puede el mal proporcionárnosla? Janet Frame (1924-2004) sugiere algunas respuestas poco convencionales a estas preguntas en su autobiografía Un ángel en mi mesa, lúcido y descarnado testimonio del aislamiento, como pocos que uno haya leído. Diagnosticada por error de esquizofrenia, Janet Frame estuvo a punto de ser lobotomizada en su Nueva Zelanda natal, en la época en la que aún se practicaba esta atroz cirugía. Escribir fue un refugio de la pena, el asombro o la aprensión con que los demás trataban su radical diferencia. Llegó a escribir algunas obras maestras, como la novela Hacia otro verano (que os recomendamos en el programa), fue candidata al Premio Nobel de Literatura y, en fin, Nueva Zelanda probablemente no ha dado otra escritora tan original como ella desde Katherine Mansfield.

Uno de los temas centrales de Un ángel en mi mesa y, por lo tanto, de la vida de Janet Frame, es el tema de la seguridad para sobrellevar la extrañeza y la diferencia, para desviarse de las convenciones cívicas y de un lenguaje humano lleno de sobreentendidos. Se nota a lo largo del libro que Janet Frame ha buscado afanosamente esa seguridad, no para salir de su aislamiento y comunicarse con los demás, sino como la clave que explica por qué uno es como es y no como los otros son.
 
El momento en el que, ya establecida en Londres, los médicos le comunican, después de un examen exhaustivo durante un riguroso internado de seis semanas en un hospital psiquiátrico, que no tiene esquizofrenia y nunca la ha tenido, debería haber sido uno de los más felices y, en cambio, Janet Frame lo evoca como una pérdida desestabilizadora, una pequeña muerte en vida, el adiós a la seguridad que durante años le había proporcionado la enfermedad.
 
Le habían dicho, para consolarla del mal, que era como Van Gogh.  Saberse loca le había dado un sentido a todo: la incomunicación, la soledad, el sufrimiento.  De repente,  esa bóveda de su consciencia, que creía firme, se viene abajo: no está loca, no es como Van Gogh, su aislamiento carece de modelo, se encuentra a la intemperie.
 
Otro de sus recuerdos evoca la visita del asistente social a su apartamento, en Londres, cada seis meses. Por aquellos años, finales de los 60, Janet Frame vivía en precario gracias a la renta de subsistencia del Estado. Sus libros eran demasiado raros para el gusto popular y el contrato con su editor no le permitía vivir de lo que salía de su máquina de escribir. Cada seis meses, el Estado examinaba las condiciones de vida del beneficiario y decidía si prorrogaba la ayuda durante otro semestre.  El día en que recibía la visita del asistente social, Janet Frame estaba inquieta, incapaz de escribir o de pensar en otra cosa. Escondía la máquina de escribir y la resma de papel, pues el Estado podía confiscar todas las pertenencias que no fueran estrictamente indispensables para la subsistencia y subastarlas. Es curioso cómo para el Estado, escribir no se considera una actividad de supervivencia.
 
A Janet Frame le tocó en suerte un asistente social casi tan raro como ella: alto, retraído, desaliñado, sus zapatos parecían a punto de desintegrarse, de lo gastados que estaban… Daban ganas de darle a él la libreta de cheques de la ayuda social, recuerda. Resultó ser un hombre bondadoso, que hablaba de su familia, o de las series de televisión que le gustaban a sus hijos, como por ejemplo Coronation Street. Prorrogó la ayuda estatal a Janet Frame, que pudo seguir escribiendo otros seis meses y publicar Rostros en el agua. Cuando recibió la siguiente visita del asistente, le regaló un ejemplar dedicado “al empleado de la Asistencia Nacional, con mi agradecimiento…”
 
Creo que toda la autobiografía de Janet Frame está llena de delicadas escenas como estas, que tratan sobre un mismo tema: la seguridad. ¿Qué es? ¿De dónde viene?
 
Os dejo un fragmento de Un ángel en mi mesa, a ver qué os parece la voz de Janet Frame. También os dejo una secuencia de la adaptación al cine realizada por Jane Campion, en 1990:
Finalmente fui citada a la sala de entrevistas, donde el equipo médico se encontraba sentado ante una larga mesa presidida por sir Aubrey Lewis. El equipo ya había celebrado sus reuniones y llegado a sus conclusiones, y después de mantener una breve conversación conmigo, sir Aubrey pronunció el veredicto. Yo nunca había padecido esquizofrenia, dijo. Jamás debería haber sido ingresada en un hospital psiquiátrico. Cualquier problema que pudiera experimentar en la actualidad era sobre todo el resultado directo de mi estancia en el hospital.
 
Sonreí.
 
-Gracias- dije en tono tímido y formal, como si hubiera ganado un premio.
Más tarde, el doctor miller repitió el veredicto con expresión triunfante. Recuerdo su expresión de deleite y el modo en que se giró pesadamente en su silla porque la cantidad de ropa que llevaba parecía dificultar sus movimientos.
 
-En Inglaterra hace mucho frío – comentó - . Y llevo esta ropa interior de lana, tan gruesa…
 
La última moda, los abrigos cortos y los pantalones estrechos, aumentaba su incomodidad. Tal vez recuerdo tan vívidamente la cantidad de ropa que el doctor Miller usaba en invierno porque yo misma me había despojado repentinamente de una prenda que había llevado puesta durante doce o trece años: mi esquizofrenia. Recordaba con cuánto asombro y temor había intentado pronunciar esa palabra al enterarme del diagnóstico, cómo la había buscado en los libros de psicología y en los diccionarios de medicina y cómo, al principio con cierta incredulidad y luego rindiéndome a la opinión de los expertos, la había aceptado; cómo en el sufrimiento y el terror de la aceptación había encontrado un consuelo y una protección inesperados, cómo había anhelado librarme de la opinión pero no estaba dispuesta a separarme de ella, e incluso aunque no la usaba abiertamente, siempre la tenía a mano para casos de emergencia, para ponérmela a toda prisa y protegerme de la crueldad del mundo (…)
 

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