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¿Pero cuántos tarados hay aquí?

Cuando la revista cultural The New Yorker publicó en 1948 el cuento The Lottery (La lotería), de Shirley Jackson, la reacción entre los lectores fue de conmoción.

El inquietante argumento se desarrolla en un pequeño pueblo imaginario de los Estados Unidos, donde, una vez al año, el 27 de junio, los 300 habitantes se reúnen para celebrar una lotería ancestral y macabra.

Primero se elige por sorteo a una de las familias del pueblo. Después, se hace un segundo sorteo para seleccionar a uno de los miembros de esa familia. El cuento describe los preparativos de la lotería y narra el proceso por el que al final, ese año, la seleccionada es una madre de familia, Tessie Hutchinson. La historia termina cuando los lugareños rodean a Tessie, armados con piedras, y la lapidan hasta la muerte. Porque el objeto de esa siniestra lotería no es otro que seleccionar a uno de los habitantes del pueblo, con el fin de ofrecerlo como sacrificio para que la cosecha anual sea buena.

Hoy en día, ese tipo de argumento no causaría conmoción ninguna, ya que nos hemos acostumbrado a películas e historias mucho más macabras, pero hace sesenta años, ese cuento fue recibido con bastante escándalo. Hubo centenares de suscriptores que se dieron de baja de la revista. Hubo otros que mandaron airadas cartas al director, censurando que se publicara algo de tan mal gusto, o que llamaron a la redacción de The New Yorker para expresar su protesta. Y Shirley Jackson, la autora, recibió más de 300 cartas de lectores cuyo tono, según confiesa ella misma, hizo que tuviera miedo de recoger el correo durante muchísimos meses.

Entre esas cartas de los lectores había, según Jackson, tres tipos básicos. Las menos preocupantes eran las de mera protesta educada: gente a la que aquel cuento le había causado verdadero malestar y que querían hacerla saber lo indignante que les parecía que escribiera algo tan desagradable; los propios padres de Shirley Jackson estaban entre esos lectores.

Un segundo grupo de lectores eran los que directamente insultaban a la autora, la amenazaban veladamente o la deseaban todo tipo de desgracias.

Pero el tipo más inquietante de cartas era el tercero. Algunos lectores (entre ellos un productor de Hollywood y un catedrático de sociología) escribieron solicitando información de dónde estaba exactamente el pueblecito americano y preguntando si se podía asistir a aquella lotería anual. Es decir, se trataba de tarados que no solo habían tomado por cierta la historia, sino que, al hacerlo, en vez de reaccionar exigiendo que se pusiera fin a aquellos asesinatos, lo que querían era ver la ceremonia.

¿Qué conclusión se puede extraer? ¿Qué especie de sociedad tenemos, que es capaz de alumbrar ese tipo de tarados? La primera tentación sería concluir que estamos en una sociedad enferma. O, para ser más exactos, que la sociedad americana de aquel tiempo estaba enferma. Pero esa tentación se vence fácilmente sin más que ver los números: que hubiera una o dos docenas de tarados entre las decenas de miles de lectores de The New Yorker, no dice nada acerca de la sociedad: tarados los hay en todas las sociedades. Siempre hay un pequeño porcentaje de gente mentalmente perturbada, en cualquier grupo humano.

Se trata de un espejismo estadístico: como los perturbados sí se sentían movidos a escribir a la autora, pero la mayoría de la gente normal no, el porcentaje de tarados parece mucho más alto de lo que realmente es.

Por eso hay que ser tan cuidadoso a la hora de emitir juicios sobre una sociedad o sobre un grupo, y es preciso evitar basarse exclusivamente en aquellos que más se hacen notar dentro de ese grupo. Esos espejismos estadísticos tienden a nublar nuestras valoraciones. Que un separatista grite mucho en Cataluña puede, o no, querer decir algo sobre la sociedad catalana: dependerá de cuánta gente esté callada mientras él grita. Que dos docenas de hinchas deportivos queden fuera del estadio para matarse puede, o no, querer decir algo sobre los aficionados al fútbol: dependerá de cuántos aficionados al fútbol no se dedican a partirse la cara o apuñalarse entre sí.

Los tarados y los exaltados pueden ser enormemente llamativos. Pero la mayor parte de los integrantes de casi todos los grupos humanos tienden a ser medianamente normales, tranquilos y sensatos. Y habitualmente, los tarados y los exaltados tan solo consiguen dar de vez en cuando una nota discordante, porque no son más que miembros marginales del grupo.

El problema se presenta cuando, por unas circunstancias o por otras, son los anormales los que se hacen con el control de una sociedad. Todos conocemos ejemplos históricos.

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