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Pablo Iglesias y el consenso científico

Déjenme que les cuente una historia trágica, la de alguien de quien probablemente muchos de Vds. no hayan oído hablar nunca: la de Ignaz Semmelweis, a quien no exagero si califico de auténtico mártir de la Ciencia.

Hoy en día todos estamos acostumbrados a lavarnos las manos como medida de higiene. Estamos acostumbrados a cosas como entrar en los hospitales y verlos llenos de botecitos con los que desinfectarse antes de entrar en la habitación de un enfermo. Pero todo eso son costumbres relativamente recientes.

En 1846, fecha en la que Semmelweis se doctoró en Medicina y entró a trabajar en la clínica materno-infantil de Viena, aun quedaban veinte años para que Pasteur descubriera la responsabilidad que los microbios tienen en el desarrollo de enfermedades. Por tanto, la realidad era que nadie sabía en muchas ocasiones por qué los pacientes enfermaban. Y cuando no se sabe la causa de algo, se elaboran todo tipo de teorías absurdas para tratar de explicar lo inexplicable. La Medicina no era por entonces lo que hoy es.

En la clínica materno-infantil donde trabajaba Semmelweis se atendía a parturientas sin recursos económicos. La clínica constaba de dos edificios: uno que servía para prácticas de estudiantes de medicina y otro que se utilizaba para las prácticas de las futuras comadronas. Y Semmelweis observó un hecho notable: mientras que en el primero había una tasa de mortalidad del 10% entre las parturientas debido a fiebres puerperales, en el segundo esa tasa de mortalidad era solo del 4%. Semmelweis observó también que entre las mujeres que daban a luz en la calle, en lugar de en la clínica, la incidencia de fiebres puerperales era también bajísima.

Sorprendido, Semmelweis se dedicó en cuerpo y alma a tratar de descubrir el por qué de esa diferencia, para poder salvar a las madres: ¿cuál era la razón de que en uno de los edificios murieran como moscas y en el otro no? ¿Por qué era más seguro dar a luz en la calle que en la clínica?

Meticulosamente, Semmelweis fue descartando factor tras factor, hasta llegar a la única conclusión posible: la mayor tasa de muertes en uno de los edificios tenía que estar relacionada con el hecho de que fueran los médicos, y no las comadronas, los que atendían los partos.

Le costó más de un año, pero por fin comprendió dónde estaba la diferencia: además de atender a los partos, los médicos y estudiantes de medicina practicaban autopsias en el propio hospital a las mujeres muertas, cosa que las comadronas no hacían.

Lo que estaba sucediendo era que, al morir una mujer de fiebres puerperales, se le practicaba la autopsia. Y los mismos médicos y estudiantes encargados de la autopsia iban a continuación a otra sala para atender a una nueva parturienta. Y por aquella época, lo de lavarse las manos o esterilizar los instrumentos era un concepto inexistente.

Semmelweis concluyó, con perspicacia, que los propios médicos estaban contagiando la enfermedad, a través de las manos y el instrumental, a otras pacientes. De ahí que la mortalidad fuera tan alta.

Así que Semmelweis instituyó la política de lavar las manos y el instrumental con una solución química, antes de atender a otro paciente. La mortalidad por fiebres puerperales cayó, en los dos edificios, por debajo del 2%.

Hoy sabemos que las fiebres puerperales se deben a estreptococos u otros gérmenes, que infectan a las mujeres durante el parto. Pero recuerden que en aquella época aún no se conocía el papel de los microorganismos en la generación de enfermedades. Así que Semmelweis se encontró con que su método funcionaba, pero sin saber muy bien por qué: había algo que se transmitía de un enfermo a otro, pero no sabía qué podía ser.

Semmelweis publicó sus hallazgos. ¿Saben ustedes cuál fue la reacción de la comunidad científica? Reírse de él. Enredarse en teorías sobre los mecanismos de transmisión de enfermedades. Ofenderse porque insinuara que había que obligar a los médicos a lavarse las manos.

Los científicos más prominentes de la época no solo ignoraron los hallazgos de Semmelweis, sino que escribieron sesudos artículos ridiculizándole. Un afamado médico llegó a escribir que las teorías de Semmelweis eran "el Corán de la teología puerperal". El resultado fue que nadie adoptó los métodos que Semmelweis recomendaba, y eso a pesar de que los datos indicaban que la reducción de mortalidad era espectacular. Aunque parezca mentira, terminaron echándole de su clínica y de Viena, y tuvo que irse a ejercer la medicina a Budapest.

Semmelweis se fue amargando con el paso de los años. No entendía cómo personas supuestamente inteligentes podían rechazar evidencias que tenían delante de los ojos. Se enfrentó con todo el mundo, se dio a la bebida, comenzó a frecuentar a prostitutas y se sumió en hondas depresiones. Finalmente, terminaron ingresándole en un hospital psiquiátrico, de donde intentó escaparse. Los guardianes le dieron tal paliza que le dejaron para al arrastre. Una de las heridas que le provocaron se le infectó y terminó muriendo de una septicemia el 13 de agosto de 1865, dos semanas después de ser ingresado. Tenía 47 años en el momento de su muerte.

Hoy sabemos que Semmelweis tenía razón, aunque no fuera capaz de explicar por qué la tenía. Era verdad que existía contagio, aunque Semmelweis no conociera el mecanismo exacto por el que se producía.

Viene todo esto a cuento de las nuevas chorradas de Pablo Iglesias acerca de la estafa del calentamiento global: como los datos demuestran que no existe tal calentamiento alarmante y como muchos expertos del clima denuncian las trampas anticientíficas en que se basan las teorías alarmistas, a Pablo Iglesias no se le ha ocurrido otra cosa que intentar imponer lo del calentamiento global por ley.

Cuando les pones sobre la mesa a las personas como Pablo Iglesias el hecho de que los datos existentes no respaldan las teorías alarmistas, la respuesta invariable es que los expertos que niegan el calentamiento global son cuatro frikis y que hay "consenso científico" acerca del calentamiento global, por lo que debería prohibirse siquiera discutirlo.

Cuando oigan Vds. las palabras "consenso científico", échense a temblar. En el campo de la Ciencia, el consenso científico no quiere decir nada de nada. O las teorías científicas son demostrables o no lo son. O concuerdan con los datos o no concuerdan. Punto. Si una teoría no es demostrable y no concuerda con los datos, esa teoría no es científica, por muchos científicos que "crean" que es correcta.

El consenso científico en la época de Galileo era la teoría geocéntrica: que el Sol gira alrededor de la Tierra, no al revés. Pero quien tenía razón era Galileo, no el resto de científicos de su época.

El consenso científico en la época de Semmelweis era que Semmelweis era un imbécil excéntrico, con ganas de llamar la atención. Pero quien tenía razón era Semmelweis. El consenso científico de sus colegas se tradujo en que las mujeres siguieron muriendo como moscas en el parto durante varias décadas.

Los científicos y los técnicos no son mejores que las demás personas. No son inmunes a la soberbia, ni a la estupidez, ni a los intereses creados, ni a la envidia, ni al conformismo ni a la codicia. El consenso científico puede ser la mayor de las barbaridades cuando no se basa en datos ni demostraciones, sino en otras razones, como las luchas de poder, la defensa de la propia situación profesional o la existencia de jugosas subvenciones.

Cuando escuchen a Pablo Iglesias, o a cualquier otro majadero, hablar de "consensos científicos" recuérdenle algo importante: la Ciencia no es democrática, no se resuelve por votación. Ni tampoco se impone por ley.

En el campo de la Ciencia, solo existen verdaderamente aquellas cosas que somos capaces de demostrar y de respaldar con los datos. Todo lo demás es, en el mejor de los casos, mera hipótesis; y en el peor, basura que ensucia la Ciencia. Y esa suciedad puede, como sucedió en época de Semmelweis, llegar incluso a matar a miles de personas.

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