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La permanente amenaza de un pato

El Ever Laurel era un carguero de contenedores que en enero de 1992 emprendió un viaje desde Hong Kong hasta Tacoma, en la costa oeste de los Estados Unidos, atravesando el Océano Pacífico.

El día 10 de enero, a la altura de la línea de cambio de fecha, una tormenta hizo que dos de los contenedores que el carguero transportaba se desprendieran y cayeran al mar. Uno de aquellos contenedores se abrió y los 28.800 patitos de goma amarillos que albergaba quedaron flotando a la deriva.

De acuerdo con las predicciones realizadas por los oceanógrafos, basándose en las corrientes marinas, el ejército de patos se dividió en dos grupos. El menos numeroso comenzó a describir un inmenso círculo en sentido contrario a las agujas del reloj, hacia el norte del lugar donde habían caído. De ese modo, diez meses después del incidente, los primeros patitos comenzaron a llegar a las costas de Alaska, donde se pudieron recoger varios centenares. Tres años más tardaron en alcanzar las costas de Siberia y Japón y otro medio año, aproximadamente, en completar la primera vuelta de su peregrinar por los océanos.

Algunos de estos patos llegaron a atravesar el Círculo Polar Ártico. Tras cruzar por el Estrecho de Bering, quedaron atrapados en el hielo y rodearon América y Groenlandia por el Norte, hasta acabar siendo liberados en el Océano Atlántico y recalar en las costas escocesas en 2003, once años después de su caída al mar.

El grupo más numeroso de patitos de goma, unos 19.000, comenzó a describir un círculo en el sentido de las agujas del reloj, hacia el sur del punto de caída. A lo largo de los años siguientes irían siendo recogidos en Australia, en Nueva Guinea y en diversas islas del Pacífico, como Hawaii. Algunos llegaron incluso hasta las costas chilenas.

Es lo que tiene el mar: mucho de lo que arrojas a él termina siendo devuelto a las costas. Puede que pasen muchos meses, años incluso, pero de repente un patito aparece flotando entre los bañistas, como recordatorio de que en 1992 se cayó un contenedor de un carguero, a miles de kilómetros de distancia.

Lo mismo pasa con toda la porquería que hemos ido arrojando, a lo largo de tres décadas, al mar de la corrupción pública española. Durante años, la información viaja movida por las corrientes subterráneas de los fondos reservados, de los dossieres confidenciales, de los chantajes mutuos. Va moviéndose de uno a otro lado de forma lenta, pero inexorable, empujada por otros casos de corrupción, al albur de las tormentas desatadas por las luchas de poder. En ocasiones, los casos quedan congelados por intereses políticos durante años. Pero de repente, esa información aparece y llega a las costas de tal o cual medio, o de tal o cual juzgado. Ha pasado, por ejemplo, este verano con la confesión de Pujol, que nos ha hecho acordarnos de que hubo una vez una Banca Catalana, hace ya tres décadas.

Los patos de la corrupción recalan en nuestras costas cada vez con más frecuencia, a medida que las corrientes favorables van empujando hacia la opinión pública casos que hasta ahora estaban ocultos. Y esos casos afloran por los lugares más insospechados.

Es tanta la porquería arrojada por nuestros políticos, que resulta imposible ignorar el ejército de patos. Y son precisamente esos patos, esos incómodos testigos, los que hacen inútiles los desesperados esfuerzos de algunos por salvar el sistema bipartidista. ¿Qué posibilidades tiene un Pedro Sánchez, por ejemplo, de hacer que el Partido Socialista se recupere, cuando el día menos pensado puede aparecer un nuevo pato en cualquier costa? ¿Qué posibilidades tiene Rajoy de hacer que el Partido Popular remonte, cuando nadie sabe siquiera cuántos patos tóxicos aguardan aún a ser recogidos?

Solo una renovación completa de la clase política podrá liberar a España de la permanente amenaza de los patos flotantes.

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