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La arena

Taklamakán, en China, es uno de los mayores desiertos de la Tierra. Encajonado entre Kirguistán y el Tíbet, se trata de una interminable extensión de dunas de arena, de mil kilómetros de longitud y cuatrocientos de anchura.

Ahora no es más que una vasta extensión deshabitada, pero no siempre fue así. Zona de paso de las caravanas de la Ruta de la Seda, Taklamakán fue cuna, antiguamente, de prósperas ciudades-estado, entre las que destaca el Reino de Loulan. El agua de las montañas circundantes daba origen a caudalosos ríos, a cuyas orillas se crearon asentamientos humanos desde hace por lo menos 4.000 años, como atestiguan las momias encontradas. Tanta agua había, que en algunos enterramientos ceremoniales, los muertos eran sepultados junto con sus botes de remos.

Después, la zona fue secándose poco a poco, y hace unos mil quinientos años, las dunas terminaron por tragarse todo vestigio de civilización. Fue solo hace poco más de un siglo que las excavaciones arqueológicas volvieron a descubrir aquellas ciudades que la arena había cubierto: Loulan, Subashi, Niya...

Murallas, residencias, palacios, templos, talleres, torres, pagodas, canales... Todo tipo de construcciones han ido saliendo a la luz gracias a los arqueólogos. Los objetos encontrados atestiguan que aquellas ciudades fueron ricas. Y que, situadas en un cruce caminos y en una ruta comercial, fueron muchos los pueblos que dejaron sentir su influencia en ellas. Y que algunas de esas ciudades perdidas en el desierto estaban rodeadas de frondosos bosques.

No sabemos cómo se produjo exactamente la catástrofe. Tal vez fuera un cambio de clima repentino. Más probablemente, la arena fue avanzando de manera lenta e inexorable hacia las estribaciones montañosas, y aquellas ciudades antaño prósperas terminaron por languidecer y ser abandonadas.

En 1995 se comenzó a excavar un grupo de tumbas cerca de la ciudad enterrada de Niya. En una de ellas, un hombre y una mujer yacían sepultados con lujosas sedas y ropas: él portaba un arco y un carcaj; ella, una caja lacada con peines, maquillajes y utensilios de costura. Su ajuar y sus vestimentas reflejan lo acomodado de su posición.

En uno de los brocados encontrados en esa misma ciudad de Niya, una inscripción rezaba: "La aparición de las cinco estrellas en el Este es un buen augurio para China". ¿En qué momento los habitantes de Niya empezaron a convencerse de que los buenos augurios se habían terminado? ¿En qué momento se dieron cuenta de que las cinco estrellas del Este terminarían por ser sepultadas por las monstruosas dunas? ¿Quiénes fueron los últimos que resistieron en aquellas ciudades al avance del desierto? ¿Cómo fue su vida?

Probablemente muchos de ellos se aferraran inútilmente a la esperanza de que las cosas cambiarían, de que las presentes calamidades eran solo pasajeras, de que sus ciudades volverían a florecer y a ser pujantes.

Otros, por el contrario, se cansarían antes o después de luchar contra los elementos y huirían de aquellas ciudades condenadas, en busca de agua y de futuro.

Y probablemente los que quedaron atrás les maldijeran. Probablemente previnieran a esos emigrantes contra los peligros de lo desconocido, contra los riesgos de emprender, en tierras lejanas, una nueva vida. Probablemente auguraran todo tipo de calamidades a aquellos que un día cerraban su casa y se ponían en marcha con su familia y sus posesiones, hartos de respirar y escupir polvo. Y probablemente algunos de aquellos que les maldecían o despreciaban por marcharse, terminaran por empaquetar sus cosas y marcharse también, tras convencerse, al cabo de los meses o de los años, de la inutilidad de persistir.

Y, en algún momento, los últimos habitantes de cada una de aquellas ciudades partirían también, dejando la ciudad entera a merced de las dunas, para que éstas la abrazaran y la arroparan, sumergiéndola en un sueño de mil años.

¿Qué sintió cada una de esas personas mientras dejaba atrás la tierra de sus antepasados, en manos de la arena? Probablemente tuvieran miedo de volver la espalda a todo lo familiar y cotidiano. Pero probablemente pensaran también que más valía enfrentarse a lo desconocido, y tratar de encontrar un futuro mejor, que resignarse a morir enterrado por la arena que avanza sin pausa, y que todo lo cubre con su uniforme manto de silencio.

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