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Ingenieros sociales

Ya he hablado en otro editorial de la escandalosa separación que existe entre la sociedad catalana y la clase política que en teoría la representa. La propia encuesta de usos lingüísticos de la Generalidad revela que el 55% de los catalanes se declara castellanohablante y solo el 32% catalanohablante, a pesar de lo cual toda la acción política del gobierno catalán y toda la retórica de la clase política catalana se dirigen a sostener la ficción de que el castellano es una lengua extranjera en su propia tierra catalana.

Esa disociación lingüística entre la clase política y la sociedad catalana está acompañada por una disociación similar en lo que a los apellidos respecta. Los 25 apellidos más frecuentes en Cataluña son los mismos que en cualquier otro lugar de España: García, Martínez, López, Sánchez, Rodríguez, Fernández, Pérez, González, Gómez… A pesar de ello, la presencia de esos apellidos entre la clase política catalana es casi irrisoria, lo que revela la existencia de un silencioso mecanismo de selección clasista.

Existe, por tanto, una clara separación entre una población catalana mayoritariamente castellanohablante y mestiza, y una clase política elitista y militantemente antiespañola.

Pero si se fijan ustedes, ese fenómeno de disociación se produce también, en otras áreas, en el conjunto de la sociedad española.

Tomemos, por ejemplo, las creencias religiosas de los españoles. El 72% de los españoles se declara católico, el 3% afirma ser creyente en alguna otra religión, el 14% es agnóstico y el 9% ateo. Una abrumadora mayoría de los españoles ve, por tanto, la religión como algo natural que forma parte de su propia vida. Sin embargo, si miran Vds. a la clase política, lo que encontramos es un abrumador predominio del más furibundo laicismo anticatólico, que raya muchas veces en el odio indisimulado.

Fijémonos en otro aspecto: la organización territorial del estado. Según el CIS, el 65% de los españoles quiere mantener o recortar las competencias de las comunidades autónomas, frente a solo un 25% de españoles que quiere que las comunidades autónomas tengan aún más poder. Sin embargo, entre la clase política nos encontramos con el fenómeno inverso: todos los partidos (incluido Ciudadanos, después de su acuerdo con el PSOE) compiten por ver quién cede más poder y competencias a las comunidades autónomas.

Un ejemplo particularmente sangrante es el de Podemos: solo 1 de cada 8 votantes de Podemos son partidarios del derecho de autodeterminación, a pesar de lo cual Pablo Iglesias hace caballo de batalla de la celebración de un referéndum en Cataluña.

Podríamos enumerar otros campos donde la disociación se percibe claramente. Por ejemplo, la naturalidad con la que los españoles usan los símbolos nacionales en los eventos deportivos, naturalidad que contrasta claramente con la proscripción de esos símbolos en los actos de los partidos. O por ejemplo, la actitud ante el terrorismo. O por ejemplo, la relación con los partidos separatistas.

Existe una separación tan evidente entre los intereses y opiniones de la gente de la calle y los de la clase política, que no hay más remedio que preguntarse de dónde viene esa disociación. ¿Qué lleva a políticos teóricamente extraídos de entre la ciudadanía normal y corriente, a convertirse en una minoría con intereses distintos y a veces enfrentados a los de esa ciudadanía?

Porque lo cierto es que la política española se ha convertido en un perpetuo ejercicio de ingeniería social en la que, por alguna extraña razón, la minoría acaba dominando a la inmensa mayoría de los españoles, e imponiendo a casi todos la voluntad de unos pocos.

Aunque, por supuesto, esa misma disociación se convierte en la principal debilidad de nuestra clase político-mediática: defienden intereses tan alejados de lo que la gente de la calle opina, y están tan convencidos de su capacidad de llevar a la gente de la calle por donde quieran, que han perdido el contacto con la realidad. Han dejado de entender a la gente de la calle. Y se sorprenden cuando la gente de la calle no responde a sus intentos de manipulación.

Esa 'desconexión' se ha hecho especialmente patente en estos últimos años de crisis política, en los que nuestras élites dirigentes han intentado acelerar el paso en su viaje a ninguna parte, y se han encontrado con que la inercia y la resistencia de la sociedad eran mucho mayores de lo esperado.

De ahí la genuina sorpresa de un Artur Mas al ver hundirse su número de escaños en 2012. De ahí la sincera decepción de los separatistas al ver que no alcanzaban el 50% de voto en 2015, de ahí las no fingidas lágrimas de Soraya Sáenz de Santamaría en el balcón de Génova, al ver que no se sumaba mayoría con Ciudadanos el 20 de diciembre.

Viven en su burbuja. En cuanto a alguien le dan una gorra de diputado, o incluso de diputado autonómico o de concejal, se cree capitán general. Y se olvida de sus electores y de las opiniones de éstos. Pasa a vivir por y para una clase privilegiada y se convence de que la sociedad es infinitamente moldeable.

Pero no lo es. Y así les va a algunos. Lo que los derribe de su pedestal será su propia soberbia.

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