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Historia de un violín

Antonio Stradivarius fabricó durante su vida más de mil cien instrumentos musicales. De ellos sobreviven unos seiscientos cuarenta, 512 de los cuales son violines. Se los considera los mejores violines jamás fabricados y un Stradivarius puede alcanzar en subasta los 3 millones de dólares.

Cada uno de los stradivarius existentes recibe un nombre descriptivo, que normalmente hace referencia a algún personaje célebre que haya sido su propietario. Y es de uno de esos stradivarius, el violín Brancaccio, del que les quiero hablar hoy.

Dicho violín fue fabricado por Antonio Stradivarius en 1725 y su primer propietario fue un cierto Príncipe de Brancaccio. Tal vez se tratara del napolitano Scipión Brancaccio, que, con el título de duque de Brancaccio, fue gobernador de Cádiz a principios del siglo XVIII, durante el reinado de Felipe V. Si no fue ese militar que trabajó a las órdenes del rey español, sería algún otro miembro contemporáneo de esa familia napolitana, en cuyas manos permanecería el violín durante más de 170 años.

Sabemos, por lo que he podido averiguar, que el instrumento fue reparado en 1790 y que permaneció en manos de los Brancaccio exactamente hasta 1896, cuando fue vendido, tal vez por necesidades económicas. Pasó entonces el violín Brancaccio, en pocos años, por las manos de hasta cuatro fabricantes y comerciantes de violines, viajando de Stuttgart a Ginebra, de allí a París y de París a Berlín, hasta que en 1907 lo adquiere un famoso violinista húngaro de origen judío, Carl Flesch.

Carl Flesch, famoso intérprete y maestro de violinistas, que había comenzado a tocar con solo 7 años, utilizaría aquel violín Brancaccio en sus conciertos por todo el mundo durante más de dos décadas. En sus manos, aquel stradivarius desplegaba todo su potencial de belleza.

Entonces, en 1928, tuvo lugar el crack de la bolsa de Nueva York y Carl Flesch lo pierde absolutamente todo, quedando en la ruina. Aquello le llevó a la dolorosa decisión de deshacerse de su querido violín Brancaccio, vendiéndoselo a su banquero alemán, Franz Mendelssohn, violinista aficionado y pariente no demasiado lejano del compositor Félix Mendelssohn.

No resulta difícil imaginar la escena en que Flesch le entrega el violín a su nuevo dueño. No resulta difícil imaginar la emoción de aquel concertista de violín al deshacerse de esa joya histórica y musical que le había acompañado a todas partes, que había sido testigo de tantos de sus triunfos en las salas de conciertos. Probablemente sacara el violín de su funda una última vez y tocara alguna breve pieza en presencia de su comprador, que como aficionado sabría apreciarla.

Pero por mucha que fuera la emoción que embargara a Carl Flesch, no menos intensa sería la que sintiera el propio Franz Mendelssohn. Porque Lilli, la adorada hija mayor de Franz, violinista profesional y casada con el compositor alemán Emil Bohnke, se había matado en accidente de coche, junto con su marido, tan solo cinco meses antes de que la bolsa de Nueva York se hundiera. Lilli dejó huérfanos a sus tres hijos pequeños, que quedaron al cuidado de sus abuelos.

Así que no resulta difícil imaginar qué podía estar pensando Franz Mendelssohn al recibir aquel violín Brancaccio de manos de Carl Flesch. Además de hacer un favor a su amigo húngaro, que necesitaba el dinero, seguramente vivió aquella transacción como un postrero homenaje a su hija muerta. Probablemente tocara también, como Flesch, alguna melodía en el momento de recibir el violín, luchando por contener las lágrimas antes de volverlo a guardar en su funda.

Ya conocen ustedes la tragedia que se abatió después sobre Alemania, y sobre Europa entera. El banquero Franz Mendelssohn tuvo la suerte de no ver el desenlace, porque murió en 1935, a los setenta años de edad, dejando los negocios familiares en manos de su hijo Robert. Tres años más tarde, en 1938, aquella familia de banqueros alemanes de origen judío se vio obligada por los nazis a vender todos sus activos al Deutsche Bank.

Sabemos que la familia continuó viviendo en Berlín por lo menos un año, tras lo cual se trasladó a Austria, huyendo problamente de la persecución nazi. Pero el violín Brancaccio quedó atrás, en Alemania. ¿Lo habían vendido? ¿Lo incautaron los nazis, quizá? No lo sé. Supongo que a la muerte de Franz el instrumento pasó a su hijo Robert, que también era violinista aficionado, pero es seguro que Robert no se lo llevó consigo al huir de Berlín: el violín Brancaccio seguía en la capital alemana al final de la guerra, donde resultó destruido en un bombardeo aliado, en 1945.

Así acabó, reducido a astillas, aquel violín que Stradivarius construyera 220 años antes.

Podría escribirse la historia moderna de Europa siguiendo las peripecias de ese instrumento que vivió la caída de los Borbones, la unificación de Italia, la Primera Guerra Mundial, el estallido del Imperio Austrohúngaro, el nacimiento de la nueva superpotencia americana y el ascenso al poder de los nazis.

Y si ese violín nos hubiera podido hablar, seguramente nos habría contado las pequeñas historias y tragedias individuales de sus sucesivos dueños, de todos aquellos que, al tocarlo, volcaron en la música sus tristezas y sus alegrías, tan parecidas, por otra parte, a las de cualquier otro ser humano de cualquier época.

Me pregunto qué sonido hace un stradivarius al ser aplastado por los escombros en un bombardeo. ¿Es más hermoso ese grito de agonía de un stradivarius que el de cualquier otro violín? No. Ningún grito de agonía es hermoso. Aquel instrumento, que tanta Historia (y tantas historias) había vivido, no consiguió sobrevivir a la orgía de locura y destrucción en que las ideologías totalitarias sumergieron a Europa, hace menos de cien años.

Cuando el odio, el enfrentamiento, el totalitarismo, irrumpen en nuestras vidas, son incontables las vidas, los sueños y las cosas hermosas que terminan hechos añicos.

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