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Escóndete, niño

Los niños pequeños tienen a veces comportamientos que nos hacen sonreír inevitablemente. Cuando se juega con ellos al escondite, por ejemplo: es habitual, hasta ciertas edades, que al decirle al niño que se esconda, su reacción instintiva sea quedarse parado en el sitio y taparse los ojos con las manos.

El razonamiento inconsciente del niño es muy simple: "si yo no puedo ver a papá, papá tampoco me puede ver a mi".

Resulta curioso, pero eso de comprender que "los otros" son personas distintas, con distintas percepciones a las tuyas, no es algo innato, sino que los niños tardan en aprenderlo un cierto tiempo.

No he podido evitar acordarme de mis hijos jugando al escondite, al oír estos días a tanto político, fundamentalmente de extrema izquierda, insistiendo en que "No estamos en guerra".
"Aquí hay un riesgo bajo de atentado", dice Carmena, "porque no estamos en guerra". "La respuesta no es la venganza", afirma muy serio Pablo Iglesias, como si no estuviéramos ya en guerra. "No estamos en guerra", repite machaconamente un manifiesto que circula estos días por las redes, como preparación para una campaña de "No a la guerra".

Quienes sostienen que no estamos en guerra cometen exactamente el mismo error que el niño del escondite: suponer que son tus propias percepciones las que determinan la realidad, y que esa realidad no depende de lo que los otros opinen.

Pero si las tropas de Hitler invaden Polonia, tu percepción como polaco es irrelevante: estás en guerra, lo quieras o no, porque los otros sí están en guerra contigo.

El infantilismo de la extrema izquierda resulta, en este sentido, profundamente preocupante. Porque la negación de la realidad en un niño puede suscitar ternura, pero porque no es peligrosa: la única consecuencia de que el niño crea que está escondido, cuando solo se está tapando los ojos, es que la sonrisa asomará a la boca de sus padres.

Pero cuando quien niega la realidad es alguien que dirige un país, o que puede influir de manera decisiva en quien dirige un país, o en las corrientes de opinión pública, el infantilismo puede ser suicida: a lo mejor, para cuando quieras percatarte de que el otro está en guerra contigo, ya no hay guerra que librar, porque ya te han sometido.

En ese sentido, sería interesante preguntar a Carmena o a Pablo Iglesias qué necesitan para considerarse en guerra con quienes nos atacan.

Si los más de 100 muertos de Paris no son suficientes, ¿qué haría falta para reconocer que nos han declarado la guerra? ¿Serían suficientes mil muertos o tampoco serían bastantes? ¿Haría falta un ataque bacteriológico o nuclear? ¿Cuándo, exactamente, reconocería un Pablo Iglesias que nos han declarado la guerra?

Pero esa es una pregunta que Pablo Iglesias nunca osaría responder. Porque en caso de que se atreviera a fijar un límite, una línea roja concreta tras la cual renunciaría a su infantilismo, la siguiente pregunta es obligada: ¿y qué tal si reaccionamos antes, y nos ahorramos así el precio en vidas humanas que habría que pagar para llegar a esa línea roja?

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