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El ocaso del Cuarto Poder

Fíjense en la expresión: "medios de comunicación". Los medios nacimos para servir de canal de comunicación, para comunicar a los ciudadanos lo que pasa en el mundo. Y servíamos para que las empresas hicieran llegar sus mensajes a los consumidores mediante anuncios. Y para que los políticos colocaran sus eslóganes, o comunicaran sus logros o criticaran a sus rivales. Y para que quienes organizan algún tipo de acto lo dieran a conocer.

Nuestro activo era nuestra audiencia. Nosotros éramos el medio de llegar a ella. Funcionábamos como canal.

Inevitablemente, quien tiene la posibilidad de actuar como canal, sufre la tentación de actuar como filtro. Y los medios de comunicación fueron convirtiéndose en moldeadores de la opinión pública. Ya no se trataba de hacer llegar la información, sino que los medios tenían su propia opinión editorial, su propia manera de entender la vida y la política, su propio modo de juzgar lo que está bien y lo que está mal.

Lo cual no es necesariamente pernicioso en un sistema democrático. Mientras haya medios con diferentes opiniones, la gente es libre de elegir aquella que más se ajusta a su propio pensamiento o que le parece más fundada. Mientras la opinión no contamine la información, el prestigio de un medio no tiene por qué sufrir.

Pero fuimos un paso más allá. El poder que nos daba nuestra capacidad de crear opinión hizo que nos sintiéramos lo suficientemente fuertes para influir en la política, para impulsar o destrozar carreras políticas, para poner en marcha campañas políticas. Nos convertimos en el Cuarto Poder. Y comenzamos a abusar de ese poder. Comenzamos a hacer negocio con los mismos políticos a los que se supone que debíamos controlar. Comenzamos a mercadear con nuestra capacidad de influencia. Comenzamos a emplear las puertas giratorias para sentar a políticos en nuestros consejos de administración o para que los políticos nos nombraran para algún cargo en la administración.

Nixon fue la demostración de que lo podíamos todo, incluso hacer caer a un presidente de los Estados Unidos. Nosotros, y no los políticos, éramos los hombres y mujeres más poderosos del mundo.

Tan ensoberbecidos estábamos, que no nos dimos cuenta de que un extraño había entrado a la fiesta. Habíamos notado los descensos de ventas, claro que sí. La electrónica sustituía al papel. Pero pensamos que no había más problema que adaptarse a la nueva forma de distribución, que todo consistía en dar el salto digital. ¿Qué más daba que la gente nos leyera en una hoja física o a través de una pantalla de ordenador? Seguíamos siendo el canal, seguíamos siendo el medio de comunicación. Lo único que hacía falta era encontrar el modelo de negocio, reconvertir quizá las plantillas, esperar a que la publicidad digital tomara el relevo.

No nos dimos cuenta de que, en realidad, el mundo había cambiado de modo fundamental. No supimos ver que las redes sociales ponen a todo el mundo en contacto con todo el mundo. No entendimos que habíamos dejado de ser el "medio", que ya no éramos el canal. Porque quien quisiera comunicarse con el mundo ya no necesitaba pasar a través de nosotros: tiene el mundo entero a un solo clic.

Y entonces vino ese patán de Trump, y de repente gritó "El Emperador está desnudo". Y todo el mundo vio que, en realidad, hace mucho que no inspiramos miedo. Y hace mucho que nuestra parcialidad, y nuestra incestuosa relación con el poder, nos ha hecho perder todo prestigio. Y hace mucho que nuestra capacidad de influencia ha cedido ante el empuje de las redes y la comunicación directa. Y hace mucho que nuestro intento de moldear las mentes de nuestra audiencia se ha vuelto contra nosotros, en cuanto la audiencia ha comprobado que ahora tiene millones de fuentes de información más interesantes, más variadas y, sobre todo, menos pedantes y soberbias. Y además, gratuitas.

Y nos preguntamos por qué la gente no nos defiende cuando Trump nos escupe, sin darnos cuenta de todo el tiempo que nosotros llevamos escupiendo a la gente, tratándola como si fuera idiota. Mirándola desde nuestra torre de marfil mientras ponemos esa cara de importante. ¿Acaso no éramos el Cuarto Poder?

Y ahora no sabemos qué hacer. Porque aceptar la realidad implicaría bajarnos de nuestro pedestal, dejar de mirar a la gente por encima del hombro, aprender a escuchar a nuestra audiencia, en vez de impartir por sistema nuestras supuestas clases magistrales. Para recuperar el prestigio perdido tendríamos que renunciar a manipular a la gente y empezar, otra vez, a tratar de convencerla. ¡Y estamos ya muy mayores para aprender de nuevo a argumentar!

Y sobre todo, nosotros no queremos limitarnos a controlar al poder político. ¡Queremos nuestra parte del pastel! Y reconocer que ya no tenemos la influencia que teníamos implica renunciar a compartir los beneficios del poder.

Y eso es duro, oiga. ¿Cómo se atreve la plebe a pedir que nos limitemos a ser buenos periodistas otra vez? ¡Con todo lo que hemos hecho por la democracia y el progreso! ¡Serán desagradecidos!

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