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Sobre un inquietante baño tras el "Tsunami"

El mar, dicen los grandes maestros en meditación trascendental como Radovan Karadzic, ex carnicero serbio, es el regreso al líquido amniótico materno, el líquido amniótico materno es el olvido, el olvido es el morir (como salir del olvido es el nacer), el morir es la paz y el "tsunami" que arrasó el Índico es todo eso junto y revuelto. El momento en que mejor me he sentido en años, o menos peor, en que era imposible pensar en el Gran Daño, ha sido toda una mañana que he pasado flotando en aguas del último gran "tsunami", frente a la costa de la isla thailandesa de Koh Chang.

El agua, por estar en pleno monzón, no estaba del todo clara y por lo tanto no pude advertir ese cementerio de ahogados entre el limo del fondo del que hablan siempre los relatos de piratas. Pero ese mar tenía temperatura humana, que hubiese dicho de las estatuas de mármol González-Ruano. Estaba justo igual de caliente, ni un grado más ni un grado menos, que al personaje de Willy Fogg, el que dio la vuelta al mundo en ochenta días, exigía a su criado que le preparara el baño londinense todas las mañanas, antes de irse al club. O sea, la misma temperatura de sangre humana que tienen en origen los baños del pueblo de Mula, para dar un referente más cercano. Increíble que en esa bañera de talasoterapia puedan vivir peces, cangrejos porcelana y unos pepinos de mar o abalones del tamaño y aspecto de cagadas de luchador de sumo. Sobrenadando ahí, en espera de la última ola que predicen los aborígenes australianos, en ese líquido espeso tan
 amable como mortal, que según como se levante ese día es la mar de Venus o el mar de Marte, no tienes sensación de cansancio, porque la absoluta falta de hipotermia lo impide.

Es la inquietante impresión de que podrías nadar y nadar durante días en esa sopa sin agotarte o siquiera sin agitar la respiración. Naturalmente, me figuro que debe ser una impresión engañosa. De todas formas, me fijo en  una pequeña isla de roca y cocoteros a unos dos kilómetros, y resulta, para mi extrañeza, que llegar a cuerpo es sencillo para cualquiera que pueda valerse de sus manos y piernas. Una vez allí, la tentación es perversa, diabólica: a similar distancia, océano adentro, hay otros farallones a los que piensas que tambien podrías arribar sin mucha más dificultad, y así ir de isla en isla como Burt Lancaster se propuso recorrer Hollywood, en "El nadador", sin andar y sólo cruzando a braza y "a croll" de piscina en piscina. Sería la muerte segura. Hay un especial aturdimiento por la falta de graznidos de pájaros marinos (que me figuro que habrán ido todos a parar a alguna olla, pues, como el refrán cantonés, aquí comen todo lo que tenga patas menos una mesa, y todo lo que vuele menos un avión), por la falta de cualquier sonido. No notas ni esa entre enervante y deliciosa necesidad de rascarte por las picaduras de mosquito que resultan ser pequeñas medusas a las que has rozado en algún momento.

Aquí me doy cuenta que el mediterráneo es en realidad un mar frío, tan lógico como sus habitantes (a los que Pla calificaba como nada románticos), pero este remanente del Tsunami es un mar místico y acariciador que te llama suavísimamente, eliminando la sensación de fisicidad, a que te alejes, te alejes de la orilla... Y todo acabe para tí antes que llegue la gran ola.

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