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Póster Los amantes pasajeros

Con Los amantes pasajeros, echar un vistazo a la trayectoria inicial del manchego Pedro Almodóvar deviene una actividad más necesaria que nunca. Y es que después del relativo varapalo de La piel que habito, película sombría y arriesgada pero quizá mal rematada, quien fuera uno de los estandartes de la movida madrileña y realizador de filmes tan representativos, personales y transgresores como Pepi, Luci, Bom, Mujeres al borde de un ataque de nervios o Átame ha decidido regresar a la comedia absurda de sus orígenes, aquella con la que todavía le identifica el público español y (quizá todavía más) el extranjero en la que es su película más colorida y festiva en muchos años.

Los amantes pasajeros narra las vicisitudes de un grupo de personajes que viven una situación de riesgo dentro de un avión que se dirige a México D.F., y que por razones que no vienen al caso (o en realidad sí, pero tampoco importan demasiado) acaba dando vueltas en torno a Toledo... Toledo de Castilla La-Mancha, no Ohio, por supuesto. Mientras los pasajeros de la clase turista duermen (nótese la metáfora) los de business se desatan en una orgía de reacciones de angustia, locura y hasta lujuria, todo ello mientras los tres "azafatos" del vuelo (unos excelentes Carlos Areces, Raúl Arévalo y Javier Cámara) hacen de las suyas por todos los compartimentos...

Al principio sugeríamos la necesidad de repasar los primeros éxitos del cineasta manchego. Y es que, pese a la recurrencia al humor cafre, el colorido pop y el puro y duro absurdo, en Los amantes pasajeros la rabia, el espíritu contestatario y ese componente de reacción, de pura necesidad de expresión de sus mejores obras, brilla en realidad por su ausencia. Cada vez que el nivel de los gags verbales de la cinta decae, cosa que al menos no sucede a menudo, Los amantes pasajeros corre el riesgo de descubrirse como una gamberrada estéril, un mero ejercicio de autocomplacencia.

Las habituales perífrasis narrativas de Almodóvar, aquí a colación del personaje de Blanca Suárez y Willy Toledo, resultan inútiles y parecen destinadas a rellenar algo de metraje, el humor grosero se limita a bromear con los paquetes de sus protagonistas masculinos, su visión de la sexualidad más que insolente y libidinosa resulta boba. Si Albacete y Menkes hubieran filmado Los amantes pasajeros en el culmen de la astracanada gay, probablemente otro gallo nos cantaría.

El nuevo Almodóvar, no obstante, sigue siendo hija de su padre. Como es habitual en su autor, la película es una aleación de motivos del melodrama, el vodevil y hasta el musical, sin el octanaje personal de sus anteriores aventuras pero en la que, también como todas las obras del cineasta, destaca con luz propia su primacía a la hora de elaborar el texto y poner en escena un mundo propio, repleto ahora más que nunca de autoreferencias, guiños y motivos personales, de personajes que parecen extraídos de sus títulos icónicos y reubicados aquí para deleite del fan. En este sentido, Almodóvar escribe bien y filma mejor, y sigue siendo capaz de plasmar en imágenes estimulantes una serie de peculiares asociaciones personales.

Pero es cierto que los mejores momentos de la fiesta se deben a la excelente labor de un reparto cómplice y la labor técnica y artística de colaboradores habituales como el músico Alberto Iglesias y el director de fotografía Jose Luis Alcaine, ambos realizando aquí una labor exuberante. En lo relativo a su autor, Los amantes pasajeros parece más un ejercicio de autoindulgencia que acabará resultando, como mucho, un título distraído, un colorido y menor entretenimiento. Nada más hay bajo el sol. Al tiempo.

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