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Póster La vida de Pi

Desde luego, a la hora de colarle goles por la escuadra a un gran estudio no se me ocurre nadie mejor que el director Ang Lee. El cineasta taiwanés, siempre que se aventura en territorio de las major de Hollywood (al fin y al cabo, ha sido criado en EEUU), lo hace respetando los códigos y apariencias de las grandes superproducciones, ya sean de superhéroes (Hulk), el western (Cabalga con el diablo) o la comedia generacional y musical (Taking Woodstock). No hablaré demasiado de sus aventuras orientales ni de sus dramas intimistas y trágicos, facetas donde el director de Brokeback Mountain y La Tormenta de Hielo ha brillado con mayor justicia, por mucho que de todas ellas se deduce una personalidad tan discutible, en su gusto por un exotismo siempre al borde de lo new age, como finalmente loable en su voluntad de mezclar espectáculo con la exploración humana, por muy suicida que aquello pudiera parecer. Con hacer cine, vaya.

Digo esto porque la adaptación de la conocida novela de Yann Martel, relato que podríamos encuadrar como una fábula fantástica y familiar, es de todo menos una superproducción al uso. Vaya por delante que Lee obsequia al público con un espectáculo audiovisual sin precedentes este año, de una pericia absolutamente indiscutible, y también con el que probablemente sea el mejor del formato tridimensional desde La invención de Hugo y Avatar (la cinta ha sido alabada por el mismísimo James Cameron, probablemente por razones espurias, como es habitual en él)... Pero, como digo, lo dispone todo en torno a una historia que privilegia el conflicto interior sobre el exterior, de un ritmo pausado (jamás aburrido) y, sobre todo, un gusto por la metáfora visual ciertamente peculiar en el contexto estadounidense.

La película narra, a grandes rasgos, la odisea de supervivencia del joven Pi, que tras un naufragio trágico queda atrapado en un bote con un tigre, de nombre Richard Parker, proveniente del zoo que regentaba su padre, durante nada menos que 227 días. A lo largo de La vida de Pi surgen preguntas sobre el conflicto entre ciencia y fe, fantasía y realidad... motivos todos ellos que Lee antepone a los pretextos del cine de aventuras y hasta el relato de supervivencia en la que se incrustan. No me entiendan mal, La vida de Pi no es una película timorata, ni va de intensa por la vida, pero sí es una obra una que se aleja de las pautas del cine familiar más discreto y probablemente el filme espiritual más caro jamás financiado por un gran estudio durante los últimos años. Lee está a punto de patinar en más de una ocasión, pero sus mimbres de buen director le salvan de la catástrofe.

¿Motivos para creer en el talento de Lee, tanto en lo visual como en lo narrativo? Los hay a paletadas: ese único plano durante el naufragio que sigue a Pi desde el bote hasta el agua, donde observa el terrible y bello espectáculo del buque hundiéndose, hasta otra vez dentro de él (Lee lo rueda con tanta discreción que es difícil percibirlo). O sus brillantes efectos visuales, que apenas permiten adivinar si Richard Parker es una criatura digital o cualquier otra artimaña. No obstante, su verdadero tour de force está aquí su manera de construir un personaje completo con un animal, pero sin necesidad de atribuirle jamás características humanas (pese a que a lo largo del relato siempre queda claro que Richard Parker no es sólo un tigre, sino quizá algo más...). En definitiva, y pese a su orientalismo zen, Lee trata al público como a un ser inteligente. Todos estos motivos y muchos más consiguen hacer olvidar el mojigato exotismo new-age del comienzo del filme, que hace temer lo peor, así como la cruel maniobra final de Lee, que nos devuelve a la vida real antes de que se enciendan las luces del cine. Citando a un personaje de Top Gun, quizá Lee extienda cheques que no pueda pagar, pero tras La vida de Pi, uno de esos filmes que o se aman o se odian, hay un tipo sincero y, sobre todo, un director de narices.

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