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Paisajes humanizados de España: la belleza de la naturaleza domesticada

Hay otra naturaleza, quizá más modesta, en la que el hombre ha tenido más que ver, y que en ocasiones es tan o más bella que la virgen y salvaje.

Hay otra naturaleza, quizá más modesta, en la que el hombre ha tenido más que ver, y que en ocasiones es tan o más bella que la virgen y salvaje.
Doce ejemplos de naturaleza domesticada

A todos nos gusta que la naturaleza se muestre salvaje y virginal, contundente, no hay quién no disfrute -y yo el primero- de las grandes montañas nevadas, las cascadas que se desploman desde lo alto o los bosques impenetrables llenos de encanto y misterio.

Pero a mí, además, me encanta también el paisaje que en ocasiones genera la naturaleza domesticada, allí donde con sólo una mirada podemos adivinar miles de años de convivencia entre el hombre y su entorno, millones de horas de trabajo duro para convertir la bella hostilidad de la naturaleza salvaje en lugares que no fuesen sólo despiadada intemperie.

Es probable que esa querencia tenga que ver con los muchos meses que pasé durante mi infancia y adolescencia en el pueblo de mi madre, en un bonito valle del norte de Alicante en el que los campos de labranza abarcan casi todo lo que alcanza la vista e incluso trepan por la montaña en bancales que en la parte más alta de la pendiente están abandonados -ya no hay tantos brazos para trabajarlos- y van confundiéndose con la propia montaña según la naturaleza va recobrando el control cedido sólo a medias.

Los veía -bueno, y los veo de vez en cuando- desde la terraza de mi casa, pero sobre todo se ven en el precioso Puerto de Salem, un revirado paso de montaña que sube por las laderas de la Sierra de Benicadell, reptando entre curvas cerradísimas rodeadas de pequeños bancales creados sobre muros de piedras de un gris azulado.

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Puerto de Salem, en Alicante | C.Jordá

Las vistas de las propias colinas entre las que pasa la carretera, de la espectacular cresta rocosa de la montaña y el Embalse de Beniarrés en el fondo del valle son más que espectaculares. Es un lugar bello, humanamente bello, con una hermosura tan innegable como modesta: una obra de arte hecha por la naturaleza, sencillos agricultores y, sobre todo, margeneros que iban construyendo esas paredes de piedra amontonando las rocas una a una sin otro argamasa que ir eligiendo la que mejor encajaba en cada momento.

Tierras de vino

Esta humanización del paisaje es también muy visible allí donde la vid se ha adueñado del territorio, en la Ribera del Duero o La Rioja, por ejemplo, las ordenadas filas de vides suben y bajan por suaves colinas, mientras que en el pequeño valle entre ellas probablemente crece el trigo.

En algunas zonas de La Mancha el terreno llano se despliega ante nuestros ojos dibujado por miles de líneas de vides que parecen extenderse hasta más allá del horizonte. Rayas perfectamente paralelas que en algunos instantes parecen dibujadas por el verde de las parras sobre la tierra ocre, y en otros se diría que se han trazado tendiendo líneas de color tierra sobre el verde de las cepas.

Pero si en algún lugar el verde de la vid protagoniza un paisaje humanizado es en Lanzarote, en la bellísima Geria donde cada planta tiene su propio espacio en la negra tierra que expulsó el volcán. Una vid, un hoyo y un pequeño muro, repitiéndose rítmicamente hasta el infinito, inundando todo lo que alcanza la vista del contraste del verde resplandeciente de las parras y la oscuridad como de noche de todo lo que las rodea. Un paisaje que completan aquí y allá haciendas de un blanco inmaculado y un cielo tan azul que según esté el sol se diría que es un papel pintado.

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La Geria, en Lanzarote | C.Jordá

Campos de trigo

En otras zonas el paisaje se ha moldeado cultivando cereales en enormes extensiones llanas por las que el tractor avanza sin dificultad, como lo hacían antes las yuntas tiradas por bueyes.

En las dos Castillas encontramos estas planicies con el terreno partido en campos de tamaños y formas distintos, como si hubiesen sido divididos de forma completamente arbitraria o, quizá, por un algoritmo cuya lógica resulta incomprensible tiempo después.

Campos que cambian según la época del año: dorados a principios del verano, amarillos y secos después de la siega, con cien tonos de ocre en el invierno y de un verde milagroso durante algunas semanas de primavera, cuando el cereal asoma sus primeros brotes y es verde como el trigo verde y el verde limón.

Campos en los que aprender el valor de un único árbol: una encina vieja o quizá un pino al que rodean los surcos del arado y que cambia nuestra perspectiva, llena nuestra foto y le da profundidad al paisaje. Suerte la suya si en lugar de un árbol son dos, o una hilera que bordea un camino, reténgalos en la mirada, llénese mentalmente de su sombra que tenemos un buen trecho hasta encontrar otra vez resguardo del inmisericorde sol de Castilla.

Junto al mar

No es lo más habitual, pero en ocasiones el paisaje humanizado llega al borde del mar. En las calas con casetas de pescadores de Ibiza, por supuesto en las salinas y sus grandes recuadros en los que el azul del mar se va destiñendo progresivamente en el blanco de sal.

Pero también en pequeñas villas blancas que parecen que siempre estuvieron allí, como Cadaqués, o en otras calas de la Costa Brava en las que los pinos casi besan el agua y crecen entre escaleras de barandillas de tosca madera o caminos de ronda metidos en la roca.

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Cudillero, en Asturias. | C.Jordá

O de pueblos del norte que se abren a un pequeño puerto, y parecen una parte más de la montaña, como Cudillero o Tazones, en Asturias, o Elanchove en el País Vasco, al menos tan en contacto con el Cantábrico que con tierra firme, que huelen y hasta saben a mar y en los que cuando llueve se diría que cae un agua salada que va haciendo a la gente ser como es, distinta, porque aunque esté un poco domesticada la naturaleza no deja de ser bella ni de marcar nuestro carácter.

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