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El Muro de las Lamentaciones: el centro del centro del mundo

Un ambiente de fraternidad se respira junto al Muro, tanto como para cargar con un niño que es tuyo... y que el padre no se preocupe por su criatura
La llegada del sabbat

No hay ninguna ciudad en el mundo como Jerusalén y no hay en Jerusalén muchos lugares –sólo se me ocurren dos y ambos con algunas dudas- que sean como el Muro de las Lamentaciones. Esa gran pared de roca cálida y vieja bien puede reclamar, por tanto, ser el centro de una ciudad que es en tantos sentidos el centro del mundo: no hay otra que como ella sea objeto de noticia, parte de las religiones, lugar histórico…

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He visitado dos veces Jerusalén, en ambas la calma reinaba en una ciudad que demasiadas veces está agitada, como cuando escribo estas líneas. Pero sea como sea y esté como esté hay que volver allí- yo lo haría mañana, si pudiese- por ella y porque volver a Jerusalén es un poco –o un mucho- volver a nosotros mismos.

Tres días sagrados

Viernes, sábado y domingo son sagrados en Jerusalén, y cada uno de esos días tiene su punto neurálgico en el que el viajero puede vivir, más allá de la fe que sienta o el credo que profese, la tormentosa espiritualidad de esa ciudad en la que la religión es una seña de identidad que marca a qué comunidad perteneces, la manera en la que vistes y, de una forma que a los ojos del turista un tanto descreído no deja de resultar sorprendente, cómo vives.

El domingo sería para el Santo Sepulcro, el viernes para la Explanada de las Mezquitas –eso si la comunidad musulmana no fuese tan "tolerante" que no sólo se impide el acceso a la mezquita de Al Aqsa cualquier día de la semana, sino que los viernes no es posible ni tan siquiera entrar a la Explanada si no eres musulmán- pero el viernes por la tarde, cuando llega el sabbat, es para el Muro de las Lamentaciones.

Además, la zona del Muro es, al contrario de lo que ocurre unos metros más arriba, abierta para todos: basta con que te pongas una kipá desechable que te ofrecen a la entrada y puedes pasar, acercarte a la propia pared y, un requisito importante para el viajero, hacer todas las fotos que quieras sin que nadie se moleste si guardas un mínimo las normas de educación.

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El Muro está dividido, eso sí, en una parte masculina y otra femenina separadas por una larga línea de parapetos de madera por encima de los cuales se asoma gente de uno y otro lado –basta con subirse a una silla- para cotillear lo que ocurre en la otra parte, hacer fotos o para comunicarse con su familia.

Esperando el sabbat

Como los otros que comentaba en este artículo, el Muro es un lugar cargado de energía: cuando estás allí te encuentras rodeado de gente para la que esa gran pared de enormes sillares de piedra es algo esencial, un elemento central en sus vidas y en su sistema de creencias. El único viajero que podría abstraerse de esa significación especial y de esa sensación electrizante sería una maleta, y les garantizo que no es necesario ser judío ni tan siquiera religioso para que nos alcance ese sentimiento.

Y si hay un momento en el que esos sentimientos de los que les hablo están a flor de piel es el viernes por la tarde, cuando la gente se reúne allí para esperar en el lugar sagrado la llegada del sabbat, que como ustedes sabrán empieza cuando cae el sol el quinto día de la semana y se prolonga hasta el ocaso del propio sábado, un modo tradicional de medir el tiempo que, por supuesto, no tiene en cuenta esas ficciones que son las horas o que el paso de un día a otro sea a las 12 de la noche.

En mis dos viajes a Israel siempre he procurado recibir el sabat junto al Muro. Bueno, lo cierto es que en la primera ocasión hace años no fue una decisión mía, sino que estaba planificado así, pero cuando estuve este año sí que me organicé y fue, de nuevo, uno de los ratos más especiales de un viaje muy especial.

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Tendemos a pensar en "lo judío" como un todo homogéneo y nada hay más lejos de la realidad, incluso entre los más religiosos hay bastantes diferencias que se pueden observar junto al Muro: en la forma de vestirse, de cubrirse la cabeza, de rezar o simplemente de moverse por la zona; en llegar en solitario, en familia o como parte de un grupo. Hay miembros de decenas de sectas diferentes, hay gente que viste como un occidental más, hay chicos con un inconfundible aspecto norteamericano y hay hasta soldados que llegan al Muro con su rifle colgando del hombro.

Algunos rezan con los ojos cerrados, en silencio; muchos se acercan al Muro y se aprietan a él, porque las piedras son en sí mismas sagradas; y siempre hay uno o dos grupos que cantan y bailan ruidosamente, como si estuviesen ebrios –hasta el punto que el turista que no conozca la costumbre puede llegar a temer el inicio de algún tipo de tumulto.

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El Muro de las Lamentaciones es, en suma, uno de los lugares más apasionantes que se puede conocer en un viaje, en el que se mezclan la religión, la historia y, sobre todo, seres humanos que se sienten felices y privilegiados por estar allí, personas para las que ese rincón no muy grande de una ciudad pequeña de un país minúsculo es el centro del mundo. No dejen de ir y de verlo: entenderán por qué.

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